domingo, 31 de julio de 2011

María (versión completa)

   Iba saliendo ya del último bache sentimental, que son cada vez más incómodos y penosos, y ya estaba en la última fase, tirando del hilo pertinaz, a punto de romperse por fin. 

   Ella apareció en un chat, no tardé mucho en encontrarla. Se me da bien eso de ligar por internet, qué le vamos a hacer, uno no va a desaprovechar las oportunidades.

   Era una de esas mujeres que pasan, entre medias de las verdaderas mujeres de tu vida. Suena un poco pretencioso, pero uno ya tiene una edad y, a fuerza de hacer el imbécil con el corazón, ha conocido más mujeres, probablemente, que los hombres de verdad, los que tienen una meta y unos valores sólidos. Bueno, si ese hombre de verdad con metas y valores sólidos es ginecólogo, la cosa cambia, pero ya me entendéis, criaturas.

   Nos conocimos en persona al poco tiempo. Ella preparó una cita romántica en Oviedo, su ciudad, alquilando un apartamento con cama de agua, espejos y pidió una cena a domicilio, para dos. Muy bonito, estuvo bien. Se llamaba Luisa.

   No tenía mal cuerpo y no era fea. No se parecía mucho a la actriz de la que me habló - Todos me dicen que me parezco a... - decía. No recuerdo el nombre de la actriz, pero había entre ellas el mismo parecido que entre Cary Grant y yo, dos gotas de agua. 

  Pasamos una noche divertida y al día siguiente me llevó a su casa, a presentarme a sus dos hijas. Ella tenía cuarenta y dos años y las hijas, catorce y veinte.

   Primero conocí a la pequeña, una niña bastante alta para su edad, que mascaba chicle con indiferencia y me miraba con un poco de asco, me pareció a mi. Creo que solo le faltó darte una patada y escupirme. Se llamaba Ana.

   Luego conocí a la mayor. Vaya mujer de bandera, me quedé boquiabierto. Muy alta, preciosa y con un cuerpo que no tenía nada de sobra y juraría que no le faltaba de nada. Esa chica era una diosa, me acababa de enamorar por primera vez en mi vida, como otra media docena de veces. Nos dimos dos besos y yo empecé a sentirme un desgraciado, otra vez. Se llamaba María.

  Mi nueva novia, la madre de mi nuevo amor, me llevó en un despiste a su habitación y estuvo un rato abusando de mi; no puse inconvenientes, pero ya no me parecía ni guapa ni deseable.  Se había roto el poco encanto que había. Una lástima. Tenía que escapar de allí de inmediato. No podía dejar de pensar en María y no estaba tan ciego como para no ver lo imposible de aquello.

   Cuando nos despedimos, quedamos en seguir con la historia, no me atreví a decírselo en persona. Más tarde, le mandé un cobarde SMS diciéndole algo que a mi me pareció razonable: volvía con mi ex-mujer, aún sentíamos algo, habíamos recapacitado...  muy tierno pero una trola en toda regla.

   Ella me contestó que se preguntaba qué es lo que había hecho tan mal, que le tocaban todos los cabrones. Lo comprendí y creo que reaccionó demasiado bien, dadas las circunstancias.

   Dos días más tarde las cosas transcurrían con la monotonía de los últimos tiempos, aburrida y llevadera, llenando los espacios con las rutinas imprescindibles para subsistir. A media tarde, sonó el aviso de un mensaje en el móvil. No era la propaganda habitual, era un mensaje de remitente sin identificar y decía así:

   "Soy María, la hija de Luisa. Me gustaría volver a verte ¿qué te parece? ¿vendrás otra vez? VEN PRONTO, POR FAVOR. BSS".

 ***

   Lo primero en lo que pensé, obviamente, fue en una trampa. Una retorcida trampa, perpetrada por Luisa, a modo de venganza. Pero deseche la idea rápidamente, nunca había oído hablar de mujeres retorcidas ni vengativas, era ridículo. 

   De todas formas, me quise asegurar y contesté al mensaje, con otro SMS, diciendo más o menos que si era una broma no tenía gracia y que si no, me explicase los motivos del mensaje, que no se puede jugar con los sentimientos de un ser humano y transcribí, a modo de ejemplo, los tres primeros capítulos del libro "Arte, Amor y Todo Lo Demás" de Aldous Huxley, que yo aún no había leído pero me sonaba bien. Me costó diecinueve horas de trabajo y doscientos catorce euros (sin IVA), así que espero que captase la indirecta.

   Suerte que ella tenía mi dirección de correo, porque me escribió al día siguiente, diciéndome que se le había quemado el móvil y que no era ninguna trampa, que no fuera tonto, que yo era... (en fin, no quiero presumir con lo que me dijo, porque quizás exageraba algunas de mis cualidades y me da un poco de vergüenza. Me comparaba con un tal Hércules y le llamaba "enclenque" y cosas por el estilo). Me tenía calado, la cabrona. Quedamos en vernos el viernes por la tarde. 

   Como esto fue un martes, me fui corriendo a la primera clínica de estética que encontré y les pedí que hicieran conmigo alguna mejora, lo más rápido que pudieran. Era un asunto de vida o muerte. Me dijeron que, en ese plazo, como mucho me podían dar un aspecto humanoide, mejor que el de gárgola que tenía ahora.  Los médicos siempre hablan raro, usan una terminología indescifrable. Acepté, aquello me sonaba bien.

   Llegué a la cita unos minutos antes (ciento veinte minutos antes) y me senté en la terraza del bar. Habíamos quedado en un bar, por si no lo dije antes.

  Al cabo de una hora, aproximadamente, llevaba tomados seis cafés y cinco solisombras. El pulso me empezaba a temblar. Hubiese podido coser los bajos de unas cortinas sin usar una máquina (la imagen me hizo gracia, pero escrita pierde mucho. Lo siento, no voy a pensar otra cosa a estas alturas).

   Unos minutos antes de la hora, cuando yo ya estaba a punto de sufrir un colapso nervioso, una mano me tocó el hombro y una voz femenina dijo "Hola" a mis espaldas. 

   Me di la vuelta y allí estaba. Dios mio, era una diosa resplandeciente. Llevaba un vestido tan ceñido que parecía de goma verde, medias negras y zapatos con tacones de aguja, había venido a arruinarme la vida.

   - ¡Ana! ¿qué haces tú aquí? ¿dónde está María?

   - ¿No te gusto? - dijo, con coquetería - ¿no estoy tan buena que me rompo?.

   Ya no mascaba chicle. Le pegaba más fumar un cigarrillo con boquilla de metro y medio. Se sentó a mi lado, por donde casualmente venía el sol, tapándolo con un contraluz con el que yo había soñado toda mi vida. Ni tenía allí la cámara de fotos ni podía dejar de mirar aquellos labios rojos, ni sabía quien era ni por qué me pasaban aquellas cosas maravillosas de vez en cuando. Desperté y hablé.

   - Ana, eres una cría. No me gustas, por favor, esto no está bien... 

   Cruzó las piernas y estuve a punto de tirarme sobre ella, pero me contuve.

   - ¿Por qué has montado este lío? - le dije - ¿ha sido tu madre?

   - ¿Mi madre? - puso la cara de asco del primer día - No digas chorradas. Me gustan los viejos, me pones a mil, carroza. 

   Acercó su silla hacia la mía, de manera que su cuerpo y el mio quedaron pegados. Su olor era lo que me faltaba, embriagador, como se suele decir.   

   Ella tenía catorce años y yo estaba pensando en si merecería la pena pasar una larga temporada en la cárcel siendo violado por cerrajeros turcos a cambio de una noche (o quince minutos) de pasión. Me sorprendí haciendo una lista mental con los pros y los contras.      

   Me di cuenta o me pareció darme cuenta, de repente, de que eramos el centro de las miradas de la gente sentada en las mesas de alrededor. Me sentí tan incómodo que le pedí que nos fuéramos de allí inmediatamente. El camarero dijo que estaba de acuerdo en eso, pero que le pagase primero. 

   - ¿Me llevas al hotel? - me dijo la cría, enhebrándose en mi brazo, mientras andábamos por la calle.

   - Sí - contesté. No podíamos ir a un sitio más tranquilo, me temía que en cualquier lugar con público íbamos a llamar la atención. La gente es muy mal pensada.

   En el hotel, el recepcionista me dio la llave, haciéndome un guiño de complicidad mientras me daba con el codo y señalaba con el dedo a Ana, haciendo gestos obscenos. Era discreto el chaval.

   Llegamos a la habitación. Yo tenía que poner las cosas claras: no iba a pasar nada, yo no era un pervertido. Bueno, sí lo era, pero no tanto. La niña estaba para comérsela, eso es un hecho objetivo, pero tenía catorce años, aquello no podía ser. Aunque en algunos pueblos de África ya tenía edad para vestir santos, estábamos en un país aún sin civilizar y no dejaban hacer ciertas cosas.

   Pero no iba a ser fácil, ella parecía tener muy claro lo que quería. Desde luego, en varios aspectos, era más mujer que otras mucho mayores que ella. 

   Pensé que la mejor táctica era la agresividad, porque la timidez le daría más fuerza. En cambio, si la asustaba, tal vez entrase en razón. Empecé la actuación.

   - Bueno, zorrita, ya estamos aquí. Desnúdate y túmbate, que te voy a echar el polvo de tu vida. Nunca vas a olvidar este día, pequeña puta. O te desnudas tú o te desnudo a hostias, venga, ¡YA! - Me di miedo incluso a mi mismo, qué chulo era, que machote. Yo creí que ella iba a salir corriendo, asustada. Pero no. Se me quedó mirando, con la boca abierta, con gesto de sorpresa...

   Entonces se abrió la puerta del baño y apareció María, solo cubierta por un ligero picardías, que dejaba ver su perfecto cuerpo, a contraluz. Es curioso que en mi vida haya tantos contraluces, y siempre me pillan con la cámara guardada en un cajón.

   - Eres un cabrón y un hijoputa - aquello parecía South Park - sabía que eras un cerdo, pero por un momento llegué a tener esperanzas de tener algo serio contigo. Que asco, qué decepción tan grande...

   - Pe... pero María, esto no es lo que parece, yo intentaba...

   - Intentabas follarte a mi hermana, cacho cabrón, lo he oído todo. Ahora mismo voy a ir a denunciarte, pervertido hijo de puta.

   - Que no, María, que te juro que no es eso, que yo...

   - Que tú eres una puta mierda de tío, un viejo verde, pederasta, pedófilo y pedorro. Suerte que te he calado antes de hacer nada serio contigo. Me sentí mal cuando pensé en esta prueba, pero ahora me alegro. Me dan ganas de vomitar sólo de pensar en que podía haberme acostado contigo, hijo de la gran puta.

   - Entonces... ¿de lo dicho, nada?

  - Si, claro que sí. Te he dicho que te iba a denunciar y a eso voy a ir. Vámonos, Ana.

   Ana sacó un chicle, se lo metió en la boca, lo masticó, me miró con asco y, por último, me dio una patada en la espinilla.

   Dieron un portazo al salir, como tenía que ser. Me pregunté que pasaría con María, iba a ir por todas partes en picardías, un bonito espectáculo para el público en general. Sobre todo para el público a contraluz.

   Y se acabó. Aquella aventura terminó con más pena que gloria, como casi todas mis aventuras. 

   Hace unos minutos me acaba de llegar un SMS, de remitente desconocido, dice así:

   "Quiero un día como el que me prometiste, viejo. Me lo debes. Ana".

   Joder, no sé que hacer.

7 comentarios:

  1. Espero que los descendientes de Jorge Isaacs no se enteren de la existencia de tu relato...

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  2. ¿Qué he hecho yo para que Ana quisiera darme una patada?

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  3. Ya, el Jorge ese escribió algo titulado María, hace más de cien años. Un plagio con carácter retroactivo, le perdono.

    Respecto al comentario de Teseo, no tengo nada que decir, sólo que no debería beber tan temprano

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  4. Está claro: si no tenés nada que perder, te lanzás. O si lo que tenés que perder te importa poco... ¿no viviste un dilema así en algún momento de tu vida, Javier? :P

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  5. mmm
    tenía más de catorce y la situación no era exactamente igual...
    ¿te gusta el final o esperabas otro? no sé, no termina de convencerme ¿es muy previsible?

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  6. Me parece que este relato ilustra muy bien la locura inherente al sexo femenino, que se manifiesta en cuanto la niña alcanza la madurez sepsual.

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  7. Y yo aquí, pensando que escribía tonterías... y resulta que soy un experto en sexualidad femenina

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