viernes, 15 de julio de 2011

El Caso Sin Nombre (II)




CAPITULO II


   Mary Jane estaba sentada en el pringoso camastro de su celda. Se la veía demacrada, con los ojos rojos, el pelo sucio y los pies también. Una especie de bata de hospital, informe y de color indefinido (de un verde pistacho indefinido) le tapaba el cuerpo. Tenía una expresión ausente, la boca abierta y se le caía la baba. Estaba preciosa.


   Cuando escuchó el cerrojo de la puerta, miró hacia nosotros y me vio. Se me quedó mirando y empezó a esbozar una sonrisa. Luego se tiró un pedo, levantando un poco la pierna, pero sin dejar de sonreír.


   Cuando tuvo el camino abierto, se abalanzó sobre mí y me abrazó. Apretó tanto su cuerpo contra el mío que mi erección se debió notar en su espalda.
   
   - ¡Larry, amor mío! ¡cariño! ¡mi vida! 


   ¡Joder! la tía estaba loca por mi, quien lo iba a decir hacía escasamente un año... cabía la posibilidad remota de que me dijese todo aquello sólo por salir de allí, pero ¡qué coño!, quise disfrutar del momento.


 - Larry, te he echado tanto de menos...


  La última vez que la vi, que fue la última vez que supe algo de ella, me dijo: "si me vuelves a llamar, cabrón de mierda, te mandaré a mi novio psicópata para que te corte los cojones".  Se conoce que lo había pensado mejor y había encontrado algo bueno en mi. Y me quería. Y los pimientos salen ya fritos cuando se pescan en el río, cualquier cosa puede ocurrir.


 - Larry...


Y yo me imaginaba escuchar todas aquellas cosas cambiando "Larry" por Raimundo" y me alegré infinitamente de haberme cambiado el nombre y de que ella no lo supiera.


   Le dije al alférez Picatoste que nos dejase ir a un sitio privado para hablar y nos llevaron a una sala del ático, en la primera planta. La sala estaba vacía, a excepción de una mesa, dos sillas y un tipo con una cámara de vídeo y una bombilla en la cabeza, simulando ser una lámpara. Le pedí que se marchara y se fue, protestando.


   Nos sentamos y ella empezó a hablar.


 - Larry, ¡sácame de aquí, por favor!


- Espera un poco, muñeca. ¿sabes por qué estas aquí?


- Sí... aparqué el coche en zona azul. Lo siento, Larry, ya me conoces. Paga la multa y vayámonos.


- Ya... ¿recuerdas qué hiciste anoche?


- No... me duele mucho la cabeza ¿por qué no me sacas de aquí? ¿estás enfadado conmigo? ¿te he hecho algo malo, Larry, amor mío?


- Casi nada, mi vida. Exceptuando que te llevaste los dos portátiles, la televisión de plasma, los veinte gramos de hachís y la rana de goma, casi nada. Aparte de romperme el corazón y la puerta del coche, casi nada.  Pero no se trata de eso. Estás aquí por matar a Rhonda.


_ ¿Qué?


_ Que casi nada, mi vida. Exceptuando que te llevaste los...


_ ¡No, coño, esa mierda ya la he oído. ¿Qué has dicho de Rhonda?  Yo no la he matado, ¡no digas locuras!  


_ Vamos a ver. Tranquilicémonos ¿vale?. Empecemos por el principio. ¿Sales con alguien ahora? ejem, quiero decir... cuéntame qué hiciste ayer. 


_ Ayer... no sé ni qué día es hoy. Ayer.. ah, sí. Por la mañana fui al hospital, a visitar a Feliciano Caratrucha, el jugador de ajedrez. Se rompió una pierna haciendo un peligroso enroque en la final de los mundiales de Fuenlabrada.


_ Ah, sí, conozco el caso...


Parece ser que el tal Feliciano empezó con una apertura siciliana pero las cosas se complicaron y su oponente, Macareno Trigales, en su undécimo movimiento,    no vio otra salida que lanzar su caballo contra el rey contrario. Falló e hirió a uno de los jueces en la nariz. Fue sancionado con dos puntos negativos y una lobotomía. 


- Continúa.


- Estuve liada una temporada con Feliciano. Le conocí en un restaurante de comida rápida. Él estaba tocando las castañuelas, yo me puse morada de hamburguesas hasta que se fijó en mi. Vomité y nos enamoramos.


- Pero... ¿no estabas con otro...? no me acuerdo de su nombre...


- Sí, debes referirte a Mamerto Pocatocha, el patólogo... murió de combustión espontanea, cuando fumaba cerca de una refinería. Solo quedaron las suelas de sus zapatos y un implante de cadera. Fue algo muy triste a la par que aleccionador. No he vuelto a comer pato desde ese día, en homenaje a él.


- Ejem... ya, bueno. Vamos al tema. ¿Qué hiciste después de visitar a Feliciano?


- Me fui a echar unos polvos con unos hermanos gemelos que conozco y luego fui a misa de ocho, a la iglesia de Las Santas Almas Benditas De Mi Santa Vida, en Vladivostock.


- Pero ¡eso está a más de setecientos mil kilómetros cuadrados! - dije, algo a boleo, pero sonaba coherente - No tuviste tiempo de llegar a tiempo a misa...


- Tuve suerte, la verdad. Llegué tarde, pero habían empatado y estaban en la prórroga.  


- Bien, bien. Pensé que te había cogido en un renuncio. Continúa.


- Luego fui a la bolera, a cenar unos calamares. Y adivina quien me dio las zapatillas de jugar...


- Teresa de Calcuta, Jack Gambachuleta, yo que sé... ¿quien?


- ¿Cómo lo has adivinado? no me lo puedo creer...


- ¿Teresa de Calcuta? ¿me tomas por imbécil? ella te hubiese dado unas sandalias.


- No, idiota, Jack. Jack Gambachuleta me las dio ¿qué te parece?


- Increíble. 


Jack Gambachuleta... todas las chicas del barrio se bajaban las bragas a su paso. Más de un chico se bajaba los calzoncillos, pero a él no le interesaban. Sólo las chicas, menudo cabronazo. Encima, estaba forrado. Tenía doce coches deportivos, con catre adosado todos ellos, uno para cada día de la semana. No era muy bueno haciendo cuentas, pero eso no le importaba a las chicas. Decían que su pene era más conocido que el Papa y The Beatles (los bitel, para los mayores) juntos. A mi me quitó tres novias, pero no le guardo rencor. A la semana de haberme quitado la primera novia y por un estúpido error burocrático, mandé derribar su casa, con él dentro. Salió ileso, aunque tetraplejico. En ese estado, me quitó las otras dos novias. Luego fue a Afganistán a conocer a un curandero colombiano, pero le dijeron que se había marchado lejos, concretamente al Gran San Blas, donde por fin le encontró, escogiendo lentejas en el bosque. El curandero le dijo que tenía un remedio para lo suyo, pero se lo olvidó en Afganistán y no podía ir ahora porque se le podía cortar la mayonesa. Resumiendo, Feliciano se curó del todo con una galleta mágica, unos salmos y un artefacto alienigena que una cuñada del curandero encontró buscando setas en el desierto de Calahari, en Boston.


- Continúa


- Me he perdido, con el rollo ese que te has marcado del curandero...


- ¡Eso lo estaba pensando! Bueno, es igual. Estabas en la bolera, con Jack. Te dio las zapatillas.


- Ah, sí. Después de los calamares, me pedí unas albóndigas de Mallorca con salsa de ajo de las orillas del Mar Muerto y judías pintas, que allí las preparan de muerte. Tienen un cocinero esquizofrénico que  es una maravilla, te lo recomiendo. Y ¿a que no sabes quien me sirvió las albóndigas?


- Rhonda


- Vaya, hoy estas que te sales ¿cómo lo sabes?


- Por intuición. Y porque les pillé en mi cama el mes pasado jugando al teto.


- ¿Estaba liada con el cocinero?


- No, cojones, con Jack


- Qué susto, con lo que me gusta ese cocinero. Continúa.


- Perdona, la que tienes que continuar eres tú, querida. ¿Qué pasó luego?


- Rhonda me saludó y me invitó al postre, unos deliciosos garbanzos con tocino a las finas hierbas en un lecho de chuletas de cordero lechal. 


- Sí, son muy digestivos. En esa bolera saben cocinar, lo admito. ¿Y qué pasó luego?


- Rhonda y Jack me suplicaron que les esperase hasta la hora de cierre, media hora más tarde. Me propusieron ir a cenar al salir y yo acepté, me había quedado con hambre. Entretuve el tiempo con un par de perritos calientes y unos solomillos a la pimienta.


- Cualquiera en tu lugar habría hecho lo mismo. Prosigue.


- ¿Qué?


- Continúa


- Después de cenar en un McDonald, fuimos a picar algo al centro y luego a casa de Jack, aunque primero compramos unos embutidos y unos pollos para el camino, nunca se sabe donde vas a tener hambre.


- Sí, sería horrible andar tres o cuatro manzanas sin unos pollos que llevarse a la boca


- Tú siempre me has entendido, Jack, por eso te quiero tanto. Siempre te he querido.


- Nunca lo he dudado, ni siquiera cuando me mandaste a aquellos perturbados mentales en un todo terreno por la autopista, en sentido contrario. Fué muy... chocante.


- Vamos, Jack, son cosas de críos...


- Me tuvieron que sacar del coche con una palanca.


- No me dijeron nada, lo siento.


- Te mandé diecisiete telegramas y un fax desde la UCI del hospital, donde pasé catorce semanas incomunicado.


- Tal vez por eso no me llegaron. 


- Tiene sentido. ¿Qué pasó cuando llegasteis a casa de Jack? sáltate la parte donde comeis, ya me hago a la idea.


- Bueno, Jack nos sugirió llamar a unas amigas suyas para hacer un trío.


- Pero ¿no erais ya tres?


- Ya, pero a Jack nunca se le han dado bien las matemáticas, ya sabes.


- Vale, vale. ¿Y qué pasó? ¿las llamó?


- Sí, pero estaban castigadas en el colegio por no llevar los deberes y no podian salir. Iban a clases nocturnas, por si lo ibas a decir.


Ni se me había ocurrido, pero disimulé.


- Claro, claro. ¿Y que pasó luego?


- Jack puso un disco de canciones románticas de los Sex Pistols y nos preparó unas copas. 


- ¿Cuantas preparó?


- Cinco.


- Encaja. Continúa.


- Y lo siguiente que recuerdo es a unas cuantas personas gritándome cosas extrañas, en un idioma desconocido para mi, mientras yo pensaba en que debería haber comido un poco más, pero debo cuidar mi dieta...


Convencí al general Picatoste de que Mary Jane era, de momento, inocente. Tal vez fueran mis dotes de persuasión, tal vez fuera los dos euros con diez céntimos en calderilla que le metí en el bolsillo de la camisa, el caso es que Mary Jane y yo salimos de allí, como unos señores, por la puerta principal, en la quinta planta del edificio.

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