Uno de los recuerdos de mi infancia es la tiende de Guzmán, una especie de Corte Inglés del barrio.
Estaba surtida de todo tipo de cachivaches, botijos, ollas, herramientas, cestas de mimbre, peones, canicas, cuerdas de peón, chucherías, detergente, bombonas de butano, lentejas... tenía de todo. Me contaron que un amigo de uno de mis hermanos encontró una pieza de su coche en Guzmán (nadie decía "la tienda de Guzmán"), después de buscarla inútilmente en otras tiendas especializadas. Puede que fuese un chiste del barrio, eran todos unos cachondos, pero no me extrañaría, ese hombre tenia de todo.
Una mañana, Guzmán iba trotando, alegremente, a abrir su tienda, cuando a los chavales se nos ocurrió una buena broma: le pusimos una olla de aceite hirviendo sobre la puerta de la entrada y, al abrirla, la olla cayó sobre su cabeza y se abrasó todo el pelo y media cara, qué risa...
En esa época los chavales nos divertíamos con cosas sencillas, no teníamos Internet ni hachís.
En otra ocasión, cuando Guzmán iba hacia su tienda, pusimos un petardo debajo de una alcantarilla con tan buena puntería que, justo cuando pasaba, el petardo reventó y la tapa de la alcantarilla se llevó un brazo y una pierna de Guzmán.
Fue una broma celebrada por todo el barrio.
Luego resulto que mi amiguito Felipe, el que llevó el petardo, lo había encontrado en la mesilla de su padre y llevaba escrito "DINAMITA" en letras rojas, pero Felipe era analfabeto, pobre chaval.
Recuerdo otra mañana, cuando Guzmán iba medio arrastrándose hacia su tienda, que le soltamos un perro que habíamos encontrado en el campo, para que jugase con él (el uno con el otro, indiferentemente) pero resultó ser un oso pardo enano, muy parecido a un galgo (creíamos nosotros, pobres chavales incultos), que se había escapado del circo; esta vez se pudieron recuperar algunas partes de Guzman: le tuvieron que poner treinta y seis tornillos de titanio por todo el cuerpo y un peroné de metacrilato, pero mereció la pena, lo que nos pudimos reír...
Era un barrio alegre, feliz, los niños lo pasábamos bien y las pequeñas bromas a Guzmán eran fuente de diversión y jolgorio. No hacíamos daño a nadie, estábamos en la edad de la inocencia.
Un mal día, Guzmán murió. Nos pilló desprevenidos a todos, ¡con la salud que tenía ese hombre! ¿qué le habría pasado?. Al fin y al cabo, la última broma fue una más... Ricardito había encontrado un artefacto extraño en el campo (pero en otro campo distinto al de antes) y lo atamos a la silla de ruedas de Guzmán; alguien tocó un botón rojo de aquél aparato y éste se puso a rugir con un estruendo ensordecedor. Otro amiguito nuestro, que era ingeniero de la NASA, nos dijo que se trataba del motor de un Boeing 747 y que estábamos agilipollaos.
El caso es que Gúzman, después de dar dos vueltas a la Tierra a velocidad supersónica, fue a estamparse con la silla y el motor en su propia tienda, haciendo un festival de botijos, cacerolas, muletas, patatas y toda serie de productos dispares. Supimos que estaba bien cuando el único ojo que le quedaba empezó a llorar.
Le enterramos con todos los honores, dentro de uno de los cucuruchos que él mismo fabricaba con su dedo sano. Qué gran hombre era Guzmán, con tan poco cuerpo.
Qué hombre más abnegado el Guzmán, cómo se preocupaba por la felcidad de los infantes, dejándose hacer de todo con una eterna sonrisa compungida...
ResponderEliminarVaya, uno con final feliz.
ResponderEliminarYa no quedan ni Guzmanes ni niños como esos...
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